La vida puede ser amarga para quien no la disfrutó de cumplir sus metas, en
tiempos mejores e infantiles el Coronel Marco de Santa Cruz disfrutaba de
largas caminatas en las montañas con su padre, disfrutaba cazar y hacer
carreras para ver quién llegaba al río primero, juguetear con los peces hasta
poder atraparlos y saborearlos en el anochecer.
Años
posteriores, decidió alejarse de sus estudios de artesano y decidió participar
en el ejército, su madre le aconsejaba que la manera más digna de vivir la
tienen los sacerdotes y militares, servían para un bien general y vivían
comiendo manjares, mientras brindaban bienestar al pueblo.
En épocas de
conflicto muchos preferían ser sacerdotes, pero al no poseer orígenes hawisqas
les era negada la solicitud, los militares trataban de contener el orden
público, pero no era suficiente, la insatisfacción con el gobierno y un tiroteo
en la frontera fue la chispa que encendió toda la pólvora, el pueblo levantó
con rabia e insultos y en un acto de extremo nacionalismo o demagogia, el
entonces presidente declara la guerra bajo el argumento de estar siendo
invadidos, mandó a llamar a todos los militares y personas capaces de portar un
machete o pistola.
En aquellos
años Marco ostentaba el cargo de Coronel cuando estalló la guerra, se
vanagloriaba diciendo que era el militar de más alto rango en su pueblo.
Fue enviado
con su regimiento de hombres hacia la frontera norte, muchos de sus camaradas
eran conscriptos de su mismo pueblo, muchachos que aún no había tenido su
primera novia ni borrachera, existía un gran sentimiento de fraternidad entre
todos.
En el tercer
ataque perpetrado hacia Tarqui en plena frontera, fueron superados en números y
todos sus cañones destruidos, solo quedaban una decena de soldados y los
cadáveres de los demás repletos de pólvora, el frio les invitaba a reposar para
esperar una muerte por congelamiento algo menos noble que caer ante una bala
enemiga.
El clima era
intenso, los helaba hasta los huesos y les costaba mantener en sus brazos el
metal de las armas, ansiaban con desespero la llegada del siguiente regimiento
para poder librar un contraataque, solo quedaba una ametralladora maltrecha y
en su frente estaban los enemigos, eran superiores con dos docenas y disparaban
a cada movimiento sospechoso, sus vidas pendían de un hilo, cada segundo que
pasaba era un instante más de vida, estaban en el borde del precipicio, entre
una muerte larga por hambre y congelación o de ser asesinados.
El hombre de
mayor confianza de Marco era Juvenal, un muchacho que hacía el oficio de
zapatero antes de ser soldado, apenas tenía veintidós años, pero su valentía
era mayor al de todos, el joven creció admirando a los militares en una familia
de orígenes humildes, él era el sostén económico y se encontraba ansioso de
vivir, pero también de poder destacar y obtener una mejor posición para su
mujer embarazada.
Había partido
hacia el ejército para probar su suerte y darle un futuro al hijo que estaba
esperando su esposa, aunque ella no quería que se marchara era cuestión de
tiempo para que lo llevaran a la fuerza, bajo ley del congreso todo hombre que
no ostentara cargo burócrata alguno y oscile entre dieciocho y cuarenta años
debía servir en armas a menos que presente una patología que se lo impida.
Entre ese
sufrimiento lento de paciencia y disparos le soltó una sonrisa al Coronel y le
señaló la ametralladora que estaba a dos metros de ellos, pero inaccesible por
el fuego enemigo.
—No queda
otra opción mi Coronel, hagámoslo por
quienes nos esperan, ya el cielo me ha de saber recompensar. —Sonrió de oreja a
oreja, su sonrisa era triste pero llena de valor.
—No, ni lo
pienses, de aquí saldremos vivos y tú verás nacer a tu hijo. —La voz del
Coronel era grave, pero flaqueaba cuando veía en su hombre unas ansias de
suicidio glorioso.
—Lo siento
Coronel, he tomado una decisión, es por su bien y el de todos. —Su voz se
apagaba, pero esa sonrisa no la borraba de su rostro.
— ¡Ni lo
pienses! —Su grito fue tan fuerte que incluso los enemigos escucharon un
susurro de tristeza entre tanto disparo.
—Sabe que
debe hacer, todos saben, no me dejen morir por gusto. —Se cacheteó el rostro y
esa sonrisa se borró—. Solo hágame el favor de asegurarse que mi pensión le
llegue a mi familia.
Todos los
hombres veían a Juvenal con depresión, un compañero estaba a punto de
sacrificarse para tratar de ganarles tiempo, levantaron la mirada en alto y
vieron ante ellos un hombre que daba todo, por sus compañeros, por su país y su
familia, alguien que entendió la gloria de sacrificarse por otros en un acto
total de altruismo.
Marco tomó
dos granadas, su casco y arma, era un plan simple y sin complejidad. Tirar las
granadas y disparar al enemigo mientras se alejaban de sus compañeros para que
así, los demás pudiesen usar la ametralladora.
Marco respiro
hondo, pensó en su mujer, susurro su nombre y se preparó para su estruendoso
grito:
— ¡Ahora!
Lanzó el
casco hacia los enemigos, se levantó de la fosa de donde se ocultaban y corrió
hacia la derecha mientras disparaba donde creía que estaban los extranjeros,
lanzó una granada, distraer a todos en un momento corto, menor a medio minuto.
Sus demás compañeros dispararon contra ellos y retomaron la ametralladora, fue
el Coronel quien la sujetó con fiereza y soltó una andana de balas, los
soldados enemigos apenas lograron captar que aquel acto no era más una
distracción, cuando lograron disparar a Juvenal lo hicieron caer, con las
piernas destruidas por las balas este lanzo su última granada, fue baleado por
otro tipo al que el Coronel descargó la mayoría de las balas en represalias,
aún quedaban enemigos, pero eran escasos.
Uno de estos
disparó a la ametralladora y llegó a dar en las piernas del Coronel, este gritó
y maldijo del dolor, supuso que sus piernas estaban como un cedazo, pero no
quiso ni verlas, no podía sostenerse en pie.
Sus manos en
la ametralladora eran su soporte, disparó con odio y rabia, acababa de perder
un hombre y tres de los suyos habían sido heridos.
Los enemigos
fueron asesinados en su mayoría por la ametralladora y cerca de una decena
heridos por Juvenal que fueron rematados por sus compañeros.
Tomaron todo
lo que tenían de utilidad, armas, provisiones y medicamentos, volvieron a su
puesto, no tenían fuerzas para ir todos y peor con tal cantidad de heridos,
esperaron durante cerca de dos días hasta que llegaron los refuerzos, los
trasladaron hacia la ciudad más cercana, el Coronel no podía caminar y uno de
los heridos murió, todos estaban esperando que despertara, había sido
intervenido de urgencia por una doctora del pueblo cercano que había ofrecido
sus servicios viendo la situación tan grave que existía.
Las piernas
estaban infectadas y a la doctora no le quedó otra opción que amputárselas por
debajo de la rodilla, los soldados esperaban que despertara para apoyarlo,
aquel hombre logró sacarlos de ese hueco de la muerte y todos estaban
impacientes por elaborar el funeral de Juvenal y de los demás caídos.
Todos los
soldados habían sido tratados y se encontraban estables, fueron notificados que
el pago de la pensión se retrasaría, pero poco les importó al momento.
El Coronel
despertó cansado y lleno de dolor, en sus oídos aun repercutía el sonido de las
balas contra los cuerpos y las explosiones ensordecedoras de las granadas, al
pestañear lograba ver, por segundos el campo de batalla con muertos, armas y
soldados heridos, también a Juvenal de pie frente a él de manera imbatible y al
siguiente pestañeo visualizaba su cadáver,
ya desangrándose, cubierto con una capa teñida de carmesí mientras el
frío lo amorataba.
Trató de
levantarse pero sintió que nada se movía, intentó mover los dedos de su pie
que, suponía, que estaban reposando bajo una manta blanca y no logró nada,
excepto, sentir como dos muñones de carne pataleaban.
La clínica
guardaba un silencio sepulcral, pero fue cambiado por una andanada de gritos y
maldiciones, el Coronel despertó y sus piernas ya no lo acompañaban, sus
soldados, esposa e hijo vinieron para apaciguarlo aunque este no escuchaba
razones.
Gozó durante
años de caminar, correr y trotar, pero ahora les habían sido arrebatadas sus
piernas, había perdido no solo peso sino su espíritu.
La ira lo
consumía, odiaba el hecho de pasar en una silla y no poder valerse por sí
mismo, disfrutaba ser un hombre independiente, prefirió permanecer en la casa que ir a buscar un especialista
que lo tratara sobre su, pero con su movilidad limitada sufrió un bajón en su
alma.
Sus soldados
le pidieron que interviniera por ellos ante el gobierno, no les iban a
reconocer la pensión que merecían y solo les pagarían los medicamentos junto a
los vendajes.
La guerra
aunque lo dejo vivo estaba muerto por dentro, todo se desmorono, había perdido
soldados, sus piernas y la pensión no les fue reconocida ni a él ni a sus
muchachos, su esposa lo apoyaba, pero en el capo de batalla no solo se
perdieron vidas sino que también muchos perdieron su identidad.
El Coronel
era una sombra de lo que algún día fue, era un hombre alto y amargado, pasaba
todo el día tirado en su hamaca quejándose del clima.
Su hijo había
crecido y dejó de estudiar para ayudar a su madre a sostener la casa, su padre
no sabía más que maldecir o quejarse, su corazón se tornó malo y no sabía nada
más que lanzar injurias a toda la creación.
Su esposa
hacía de lavandera para las personas del pueblo, para su suerte en Garzota
todos lo admiraban, aunque lo mirasen con lástima y esto lo consumía por
dentro, había perdido todo por proteger la patria y nada le fue devuelto.
Su hijo
crecía y cada día se alejaba de su padre, aquel hombre que una vez lo cargaba
en sus hombros y lo llevaba al río había muerto, su madre ya se había marchado
al puerto donde sus primas, después de años de matrimonio no soportó más y lo
abandonó, su hijo decidió quedarse y cuidar a su padre aunque él, ya estuviese
comprometido.
El Coronel
pasaba los días en la sala, miraba con odio todo lo que pasara por la ventana,
pájaros y personas, odiaba el hecho de estar jodido y sin dinero.
En sus
pensamientos más profundo extrañaba las largas caminatas que hacía de niño con
su padre y ansiaba poder volver aquellos tiempos donde tenía una familia.
Su hijo
contrajo matrimonio y decidió organizar una gran boda en el pueblo, al
contrario que su padre, volvió al estudió y ejercía como contador en el pueblo,
sus ingresos eran fijos y bien pagados.
El día de su
boda fue el reencuentro de sus padres, llevaban cinco años sin verse, pudieron
conversar, tratar de limpiar las heridas, pero un hecho fatídico sucedió y
tornó el día en desgracia.
La novia era
hija de un médico del pueblo, ella había sido enamorada de otro hombre el cual
abandonó por su gusto al trago y después de mucho tiempo emprendió una relación
con el hijo del Coronel.
La boda fue
celebrada en la plaza del pueblo, estaban invitadas la mayoría de las personas,
fue la fiesta más grande que se dio en la historia del pueblo, pero nadie contó
con el hecho de que aquel borracho obsesionado con la novia llegase y comenzara
a maldecir a todos, soltó insultos como una serpiente escupe veneno.
El Coronel le
respondió iracundo, la boda de su único hijo estaba siendo celebrada y un
borracho celoso quería dañarla, el novio fue directo a este para sacarlo de la
plaza a golpes, las injurias estaban hechas y solo el hecho de arreglarlos a
puños era lo que faltaba, cuando se le acercó el tipo saco un arma y les
disparó frente a todos, la bala sonó fuerte, imponente, era igual al sonido de
cuando explota una bomba, el eco del disparo llegó a los oídos de todos.
El Coronel
vio a su hijo en ese momento como a Juvenal, lo vio caer y aquel borracho le
pareció un soldado enemigo, comenzó a gritar injurias y maldiciones, deseaba
tener sus piernas para levantarse y estrangular al tipo.
Todos
atacaron al ebrio, este no dijo nada, reía descontroladamente y el Coronel
soltaba lágrimas de rabia.
Aunque toda
la familia de la novia y el Coronel presionase, no le fue dada la condena de
muerte, solo fue condenado a vivir en el calabozo de la policía y eso era una
amarga suerte para las víctimas de la historia.
A los pocos
años de pasar el suceso el sujeto fue puesto en libertad, el nuevo alcalde era
tío de aquel borracho y así logro marcharse hacia Juján no sin antes ir a
gritar a la casa del Coronel que lo retaba a competir por ver quien llega
primero a la tumba de su hijo.
Su esposa se
marchó y lo dejó abandonado, vivía de los fondos que le dejó su hijo y le
cuidaba una mujer que contrato, tenía casas que alquilaba y así se mantenía viviendo
con cierta comodidad.
La soledad se
convirtió en su compañera, había perdido sus piernas, su hijo, su esposa y toda
su gloria, era un viejo ya de medio siglo de edad al que la vida le escupió en
la cara y las personas del pueblo lo veían con pena, era el ser más miserable
en toda la región según sus pensamientos, Dios le había abandonado y le había
dejado a su suerte.
La familia de
Juvenal vivió en pobreza, el Coronel les comenzó a dar un bono mensual, pero la
mujer de su antiguo soldado lo rechazó, le lanzó maldiciones y se excusó
diciendo que su marido se sacrificó por ser el único que tenía el valor para
eso entre un grupo de hombres
temblorosos.
Era verdad,
el Coronel no se había sacrificado, era valiente e inteligente, pero en su
corazón no existía el valor para dar su vida por otros, no se arriesgaba por
miedo a morir y dejar a la suerte a los suyos, pero ya había perdido todo lo
que tenía, pensó durante días en suicidarse y reflexionó que su castigo era
vivir miserablemente por no haberse sacrificado, Juvenal viviría con su familia
y su hijo, quizás no hubiese tenido ese destino, su mujer podría haberse
llevado a la Costa a su hijo evitando aquella muerte y así nunca conocería
aquella muchacha.
La esperanza
la había perdido, antes de dormir escuchaba los sonidos de la guerra y lágrimas
salían de sus ojos, recordaba cómo murió su hijo cada día, esperaba morir con
ansias y poder estar en paz, soñaba que recuperaría sus piernas y podría hablar
con su hijo hasta esperar que su esposa los alcance en el río donde su propio
padre le enseñó a pescar.
Todos los
días le eran igual de miserables, pero un día donde todos tacharon como
desgracia, para él fue el comienzo de su fortuna y de una nueva vida.
Los sujetos
que invadieron Garzota se hacían llamar Purificadores, gritaban que peleaban
por un bien mayor al entendimiento del hombre común y sus razones eran tan
justas como las de cualquiera, todos lo tomarían como locos armados, pero eran
tan peligrosos como un regimiento.
Habían matado
al Alcalde y a todos los policías de turno, dejaron que un grupo de personas se
marchen y cerraron todo el pueblo, nadie podía deambular pasado el ocaso,
tampoco podrían salir y menos tomar armas contra ellos.
El Coronel
juzgó el acto como sanguinario, pero en el fondo en todos sus amargos años,
odiaba al Alcalde, era el mismo hombre que no condenó al asesino de su hijo por
ser un sobrino suyo.
La mujer que
lo cuidaba le contaba que aquellos sujetos parecían ser soldados, eran
preparados y no superaban del medio siglo de edad, describía al líder de ellos
como un tipo joven con aspecto de lobo y risa de hiena.
Le importaba
poco el pueblo, veía esta invasión como una posible opción a morir y eso
provocó una acción irónica, todos iban a pedirle consejos de cómo organizarse y
pelear contra ellos, pero él los mandaba maldiciendo, eran unos interesados que
ni cuando su hijo falleció le dieron el pésame.
Un día la
mujer que lo cuidaba no llegó y gracias a su vecino supo que esta trató de
escapar del pueblo y murió por el frío, el acto parecía ridículo, la
temperatura disminuía conforme uno se alejaba del pueblo al punto que podría
congelar a una persona, estaban en una cárcel helada, pensaron muchos, aquellos
sujetos eran brujos o gente maldita.
El Coronel
estaba en su hamaca viendo a lo lejos como un grupo de tipos venían hacia su
casa, eran dos de los Purificadores y un sujeto con un aspecto distintivo.
Este abrió la
puerta y sus hombres cuidaron la entrada, le sonrió y tomó asiento en la mesa
junto a la hamaca.
—Me hablaron
de usted Coronel, es impresionante ver un veterano de la Guerra del Siglo de
esta manera.
—Si viniste a
burlarte, puedes ir a que te jodan. —Le escupió cerca del zapato.
—Es bueno que
aun tenga ese coraje, por algo vine con usted. —Le guiñó un ojo, sus ojos eran
color oscuros pero parecía que aquella oscuridad ocultaba una llama dentro.
— ¿Qué puedes
querer de un discapacitado? —Movió la hamaca mientras veía al sujeto, era un
tipo que tornó al ambiente pesado con su presencia.
—Necesito una
persona que conozca la región y sea educada en el arte de la milicia, yo mismo
participe en la Guerra Naval de Tarqui, como nota soy extranjero.
—Eso es
ridículo, la Guerra Naval fue hace años antes que la del fin de siglo, han
pasado veinticinco años ¿Acaso fuiste un niño, soldado? —La curiosidad le
invadió.
—Tenía veinte
años cuando se libró la Guerra Naval. —Sonrió, sus dientes eran blancos color
nieve y filosos—. El tiempo me ha conservado, podría decirse.
— ¿No eres
humano, cierto? —Después de tantos años, el Coronel experimento miedo, ante él
estaba alguien que debía tener cuarenta y tantos años, pero su apariencia era
menor.
Un silencio
incómodo invadió la casa, el tipo comenzó a ver hacia todos los rincones de la
casa, estaba tranquilo y parecía un niño curioso.
— ¿Qué
quieres de mí? —Alzó su voz—. Anda al grano.
—Me
interesaría que se una a mi grupo y a cambio yo le daré lo que tanto quiere.
—Sonrió.
— ¿Podrías
revivir a mi hijo? —Los ojos del hombre se tornaron lagrimosos.
—No puedo
revivir a los muertos… creo…pero tú y yo sabemos que eso no es lo que más
ansias, ¿Dime que ansias en verdad? —Le mostró una moneda de oro de dos caras,
apretó el puño y no había nada al abrirlo.
— ¿Me
devolverías mis piernas? —La mirada del Coronel se tornó ansiosa, sentía que la
respuesta sería un sí rotundo y se emocionaba.
—Exacto, eso
es lo que más quieres, recuperar tu caminar, tu gloria y que todos te respeten,
sé de tu historia, muchos te ven con lastima y pena, pero yo te miro como mi
igual.
— ¿Por qué tu
igual? No soy ningún monstruo sobrenatural como tú. —Su tono fue cortante.
—No, claro
que no, sientes que el mundo te olvidó y la vida te escupió en el rostro, estás
viviendo en miseria y quieres la muerte, lo único justo es la muerte, llega a
todos al contrario de la vida, esta nos tortura y da a los demás lo que
deseamos.
—Es verdad,
podría tener mi vida de nuevo. —
—No la
tendrás, compréndelo esa parte de ti murió, es hora de que te superes y vivas
de nuevo. —Le extendió la mano derecha—. ¿Aceptas el trato?
—Dime qué
precio tienes y lo pensaré. —Le acercó la mano.
—Serás mi
mano derecha aquí, te encargarás del pueblo y espero que mis órdenes sean tu
ley, a cambio te daré doble recompensa, incluyendo las riquezas terrenales que
tendrás aquí.
— ¿Cuál otra
recompensa aparte de mis piernas?
El tipo
chasqueo los dedos y sus hombres entraron a un tipo amarrado, el Coronel lo
reconoció enseguida, sus manos temblaban y deseaba estrangularlo, era el
asesino de su hijo.
—Debes
matarlo para sellar nuestro trato, duerme y al despertar tendrás tus piernas,
siempre y cuando no vayas a cuestionarme. —Le puso una pistola sobre la mesa.
— ¿Qué pasa
si decido matarlo a los dos? —Cogió la pistola y lo apuntó.
—Puedes
intentarlo, al fin y al cabo tú sales perdiendo, y yo más tarde estaré en la
alcaldía, solo habrá muerto él.
El viento
entró por las ventanas y helaba toda la casa, el Coronel acariciaba el arma,
hace años no sentía el poder en sus manos y ahora, después de tantos amargos
años, un sujeto que, intuía, debía ser algún demonio, le ofrecía todo a cambio
de solo hacer algo que le encantaría.
Le estaban
dando algo mayor a lo que deseaba y la confusión le invadía.
El asesino de
su hijo estaba atado y no podía hablar, pero sollozaba y lloraba, el tipo se
levantó y se acercaba a la puerta.
—Tengo que
irme, espero pienses bien tu decisión, sino lo haces no te mataré, ya vivir de
esta manera es una tortura, no tengo por qué librarte de esto. —Abrió la puerta
y salió de la casa.
— ¿Cuál es tu
nombre? —gritó antes que saliera por completo de la puerta.
—Me llamo
Lázaro. —Caminó dejando la puerta entre abierta—. Que tenga buena noche,
Coronel. —Cerró la puerta con fuerza.
La noche fue
fría, con vientos agitados y una luna resplandeciente que alumbraba todo el
pueblo.
La alcaldía
era la morada de los Purificadores y el silencio en el pueblo era gigantesco,
si alguien tosía se le podía escuchar a casas.
Un eco
invadió el pueblo, era el de un disparo de revolver, fue arrastrado hasta las
montañas y devuelto con fuerza, todo el pueblo sintió que la sangre se mezcló
con el viento.
Lázaro estaba
en la silla del alcalde, contemplando un cuadro de un paisaje cuando el eco
violento entró en sus oídos, sintió la sangre en el ambiente y como la
temperatura bajo.
Secuela: Los que Habitan Abajo
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